Nunca se ha pretendido que el mito fuese objetivable, ya que carece de una realidad objetiva. Su subjetividad lo hace flexible, permitiendo un acceso singular a quienes disponen de la capacidad anímica para ello.
La importancia del mito se manifiesta en su capacidad de señalar hacia esa especie de umbral onírico, donde se separa la vigilia del sueño.
Desde este umbral el mito muestra una ruta hacia sentires más profundos, ocultos bajo brumas conceptuales. Unas brumas nacidas de esas servidumbres que nos obligan el artificio y el enredo de las apariencias.
La visión generalizada del mito (como creencia fantástica) se muestra absurda. Al igual que nos parecería absurdo imaginar a Platón, Aristóteles, Homero, Arquímedes o Pitágoras, dando una realidad literal a la presencia de Pegaso, Medusa, centauros, cíclopes, sirenas, ninfas… Esto sería algo incompatible con su raciocinio y con la disciplina de la lógica, de la que ellos fueron garantes. El raciocinio y la lógica son necesarios para el inicio de la conciencia indagativa, o de las ciencias y la sabiduría, que ellos tanto propugnaban.
La creencia no es, por tanto, aplicable a la mitología. Si lo fuese sería un tipo singular de creencia, ya que no se centra en la realidad objetiva, sino en una realidad subjetiva.
Es muy diferente la creencia en un concepto o en una imagen, como realidad en sí misma, que la creencia en la esencia. Esto último, al surgir de una percepción (anterior a la imagen y al concepto) entraría en el rango de la convicción.
Desde la perspectiva de la esencia, la imagen mitológica se limita a formar parte de un ritual evocador de lo trascendente. Esta evocación permite acceder a comprensiones intuitivas que son inaccesibles desde la concepción literalista.
Debido a esto, la realidad mitológica es percibida con mayor facilidad por quienes han rescatado su sentir arquetípico. Éstos, habiéndose liberado de servidumbres literalistas y disponiendo de cierta fidelidad interna intuitiva, pueden adentrarse más allá de las apariencias y percibir lo que ha sido señalizado.
El despliegue arquetípico (que sucede en toda mitología) forma parte de esos sentires que emergen al utilizar los recursos lúdicos y sagrados de la conciencia.
Los lenguajes mitológicos y simbólicos se han expresado, espontáneamente, en todas las culturas naturales que han existido en este planeta.
En la actualidad, la visión de estos símbolos ha sido tergiversada, al dársele contenidos puramente conceptuales y excesivamente literalistas.
Esta tergiversación se ha extendido también a los hechos históricos que rodearon a nuestros ancestros. Unos hechos que parecen haber sufrido una readaptación, para poder acomodarse a los intereses actuales.
Quienes gozan de suficiente espaciosidad interna y una verdadera voluntad indagativa han sabido encontrar la otra versión del devenir histórico. Una versión que permanece ausente en nuestra actual dieta mediática y educativa. Al hacer esto, se descubre cómo nuestro pasado ha sido hábilmente forzado por el afán de poder del vencedor, quien ha ignorado las explicaciones del perdedor, obviamente.
Esta parcialidad de los hechos históricos ha sido malévolamente utilizada para favorecer el alejamiento del ser humano de su naturaleza original. De tal forma que (esta naturaleza) se muestra hoy extraña ante sí misma.
Observando y asumiendo las implicaciones de lo mencionado, no nos será difícil intuir que las honduras del mito se adentran más allá de nuestras actuales fronteras. Unas fronteras periféricas, en las que los hábitos mentales productivos han confinado al ciudadano.
Dentro de esta línea fronteriza, que la mente conceptual impone, el hombre se ha adaptado a una espera indefinida, mientras sus espacios internos son oprimidos.
Bajo esa opresión, son muchos los que eligen la evasión del conflicto no resuelto. Al hacer esto se adentran, irresponsablemente, en un laberíntico juego emocional, de difícil resolución.
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Marsias Yana