Al igual que el devoto cristiano, recurre a la intimidad de una capilla para (regocijándose) escuchar las confiden­cias de Cristo, así también, pude yo recurrir (desde mi juventud) a ciertas capillas naturales.

Unos rincones que la madre naturaleza me ofrecía generosamente, y que me per­mitían escuchar el aliento indómito de mi esencia; mientras yo me rendía, ante su dulce ardor.

Era tal la embriaguez, que poco a poco me fui enamorando de aquellas espaciosidades, tan leja­nas a las propuestas huecas que el mundo me ofrecía.

Y en aquellas espaciosidades pude adentrarme, y así descubrir las heridas sobre las que yo, ingenuamente, pretendía construirme.

Nunca encontré mayor goce, que el que aquellas heridas supieron darme, al recibir mi mirada atenta.

En esos ardores, mi mente fue rasgando los velos que la cobardía me había impuesto.

De esta forma pude cultivar esa delicada rebeldía, cuya audaz firmeza había permitido que aquellos velos fuesen rasgados.

Años después, siguiendo este fervor, decidí abandonar los planes que me estaban reservados y hacerme nómada, al igual que le sucedió a Esclar­monde. (Algo que también le ocurrió a otros pocos, quienes su vida les había dotado de una noble rebeldía.) Fueron tiempos gloriosos y trágicos, dotados de una épica singular.

Con el paso de los años, me sorprendió ver cómo aquellos hechos fueron borrados de la memoria histórica.

Cuando comprendí las leyes depredativas, del actual devenir codicioso, esa sorpresa se transformó en una voraz indagación de las causas del frenesí sufriente, sobre el que se pretende construir la felicidad.

Esta decisión marcó mi carácter inde­leblemente, con el estigma de una Locura Irremedia­ble. Una Locura Divina que ha sido estigmatizada, dado su poder para demoler esa mazmorra que corroe cruelmente el alma de sus cautivos.

Una mazmorra que había sido aceptada, dramática e inconscientemente, por aquellos que cayeron acobarda­dos, tras haber roto su fidelidad interna.