Desde nuestra tradición occidental cristiana se nos ha mostrado a Lucifer como Satanás, el hijo renegado de Dios. Un hijo maligno, con un plan que se enfrenta al de su Padre.
Para la mente diabolizada, Dios (lo Sagrado o lo Absoluto) es algo insípido y aburrido.
Desde esta percepción, ve la eternidad como un caos tenebroso que le aterroriza. Esto le obliga a la persecución constante de un progreso ilusorio y demente, carente de un sentido final.
Desde este frenesí irreflexivo, acusa a las almas celestiales de ser ignorantes felices, sin posibilidad de desarrollo ni perfeccionamiento.
Desde su tenebrosidad, rechaza la sabiduría y la indagación, como cualidad espontánea del ser. Sobreponiendo las inercias del deseo y el rechazo ante todo discernimiento o reflexión.
En esta deriva, la mente diabolizada, genera el mal (como causa de sufrimiento), presentándolo fraudulentamente a la conciencia como una forma de perfeccionamiento.
De una forma seductora, muchos seres caen cautivados por el engaño, quedando atrapados irremisiblemente en los infiernos de la ignorancia, el temor y el deseo.
La mente diabolizada, está dominada por un inmenso orgullo, provocado por la ilusoria sensación de creerse una entidad separada. Desde esa ilusión pretende mejorar a Dios, al considerarlo abismal, vacío y sin progreso posible.
Su orgullo le hace incapaz para liberarse de su grave error, despeñándose en el abismo eterno de su soledad. Un abismo que ha sido descrito como el infierno perenne. El orgullo ciega la conciencia, alejándola de la luz y de la sabiduría.
Este error, que enfrenta a la conciencia contra la Verdad, ha sido considerado, por los antiguos gnósticos, como el auténtico Pecado Original.
Este engaño, que provoca el orgullo, ensombrece e impide a la conciencia acceder a la sabiduría eterna del bien y del mal.
Esta sabiduría, también llamada trascendente, es lo que permite a la conciencia separar la verdad de la mentira, antes de que ésta se disfrace de una verdad emulada.
La sabiduría del Bien y del Mal es requerida para percibir que el deseo y el temor son los hijos de la inconsciencia y la causa de los infiernos.
El miedo a ese abismo infernal (que representa la eternidad), exige una actividad constante. Esta actividad cumple el propósito de negar el profundo sufrimiento que le provoca la percepción de una soledad perpetua. Para ello crea irrealidades y engaños, sobre los que se proyecta la imaginación evasiva. De esta forma se lanza a una continua huida del origen, que es percibida (y disfrazada) como una incesante necesidad de progreso.
En esta proyección evasiva, que la imaginación provoca sobre las apariencias, acaba escenificándose el drama emocional de un grave conflicto existencial. En este drama participan todos aquellos seres que son seducidos o sometidos por esta escenificación.
De esta forma, los seres ocultan, ante su propia consciencia, el sufrimiento que este drama les provoca. Y así, caen atrapados en las engañosas leyes de las apariencias, mientras pretenden ignorar su sufrimiento interno.
Es esta ocultación de su insondable sufrimiento, lo que determina el carácter diabolizado. Esto es lo que le obliga a la creación de engaños continuos, para eludir las más obvias realidades. Para ello emplea astucias fraudulentas y también aplica enormes crueldades.
Pero, las apariencias engañan y hacen olvidar a la conciencia la naturaleza ilusoria y transitoria de la creación.
Necesitado de poder para enfrentarse con Dios, la mente diabolizada, se dedica al sometimiento y la enajenación de todos los seres. A los que depreda, tras ser embaucados y utilizados como cómplices, en su absurda guerra.
Este fraude o pacto se da en la conciencia, una vez que la conducta surgida del autoengaño, se ha automatizado. Este automatismo borra las huellas de su engaño subyacente. De esta forma, el recuerdo de su origen queda sumergido en la inconsciencia.
Desde la ignorancia de lo inconsciente, ese engaño actúa bajo el impulso de hábitos aceptados y rutinizados. Se pretende así una legitimidad ilegítima, que se refuerza con la complicidad del entorno y del propio victimismo.
En el enajenamiento de su origen divino, es donde el alma (esencia) es engullida por el Diablo. Esto provoca en los seres un sufrimiento insondable (semejante al de su Depredador).
Este sufrimiento es negado y sumergido en lo inconsciente, quedando así eliminada toda esperanza de resolución. Cuando esa desesperanza es automatizada por el carácter, se oculta a la conciencia, ignorando con ello la crueldad que pudiera subyacer a esa ignorancia.
Sintiéndose víctima de la eternidad (y percibiendo un abismo de angustia incognoscible) la mente diabolizada, siente un tipo de resarcimiento, al provocar sufrimiento en los demás (ya que forman parte de ese presente eterno, que tanto odia).
Esta posición emocional victimizada, le permite legitimarse (ante sí mismo y sus imaginarios acompañantes) como un mártir de la crueldad causada por la Verdad. Especialmente la verdad de la evanescencia e irrealidad de todo lo creado.
Ésta sería la forma mitológica o simbólica, que se ha utilizado históricamente para explicar cómo las leyes gravitacionales, de las apariencias ilusorias y su engaño, despliegan el drama cósmico del mal ante la conciencia.
No es difícil observar el estrecho paralelismo que nos afecta.
Cuando esas leyes gravitacionales se activan, la mente (respaldada por su victimización frente a la eternidad) comienza a introducirse en una necesidad de progreso y perfeccionamiento exterior constantes.
Pocos detectan que de esta forma están ocultando un miedo insondable y el desprecio por su origen.
Extraído del libro “Huyendo del Origen“
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Marsias Yana