El Deseo
Actualmente, el deseo se ha convertido en el principal estímulo para nuestra vida cotidiana. Muchos, incluso, lo consideran necesario para poder mantener la ilusión y las ganas de vivir. Pero esta consideración es debida al desconocimiento del verdadero sentir interno.
La excitación que nos provoca cada deseo nos impide ver la ansiedad que le subyace.
Desde una actitud enceguecida por el deseo, no nos percatamos de cómo, al proyectarnos hacia ese objetivo deseado, menospreciamos nuestro presente, al que aplicamos, ineludiblemente, algún tipo de rechazo.
Este rechazo, que subyace bajo cada personalidad, cubre la realidad, perturbando nuestra espontaneidad y alejándonos de nuestra verdadera naturaleza.
Cuando los deseos son incesantes, la ausencia del presente se hace continua. De esta forma abandonamos nuestro comportamiento en las manos de una inercia irreflexiva.
Tras esta inercia se oculta una acobardada irresponsabilidad con nuestro dolor subyacente, quedando así desatendido.
Por otro lado, cuando el objeto del deseo es alcanzado, nos sentimos alabados internamente, mientras crece nuestro orgullo.
Este orgullo (oculto, a veces) impedirá que seamos conscientes del temor que le subyace. El temor de saber que esa satisfacción es temporal y que pronto será sacudida por la realidad de su naturaleza transitoria. Pronto nos quedaremos a solas con la frustración que subyace a nuestra transitoria alegría.
En la pretensión de negar esa desazón subyacente, la conciencia del deseo recurre a la irreflexión. Pero esta actitud evasiva solo agrava el conflicto, que permanecerá en una lista de espera indefinida, aumentando de esta forma nuestra honda desesperanza.
Por otro lado, cuando el deseo no se alcanza, se acumula en nosotros un nuevo estrato de humillación. Esta frustración es lo que nos empuja a buscar alabanzas externas o internas.
De esta forma intentamos recomponer nuestro orgullo, procurando así suplantar la dignidad perdida.
Estos estratos de humillación (entretejidos y cubiertos con otros de orgullo) son presentados a la conciencia bajo los atuendos de un hábil victimismo.
La presencia de este victimismo se manifiesta en la forma con la que es percibida la adversidad.
Siendo esta adversidad la conjunción de innumerables factores, surgidos en el momento presente, la conciencia va generando poco a poco, un argumentado resentimiento contra el presente.
Pero el presente contiene la Vida, lo Absoluto, la Verdad…
Este rechazo enfrentará a la conciencia, subliminal y simbólicamente, con Lo Absoluto, obligándole a buscar protección en su enemigo: el Demiurgo* y sus ilusorios paraísos materiales.
Este victimismo (oculto o manifiesto), legitimado por las dinámicas acumuladas, desliza al ser hacia la inconsciencia, en donde es arrastrado por inercias irreflexivas, que le hundirán finalmente en un mayor sufrimiento.
La negación de este sufrimiento nos impide conocer sus orígenes. Pero, únicamente, su aceptación, permitirá la indagación de sus causas, y supondrá el nacimiento de la conciencia indagativa, incubándose así el germen del despertar.
*El Demiurgo es el poder (conciencia) que teme a la Eternidad y que, para olvidar este temor, se ocupa de recrear apariencias y astucias, seduciendo, atrayendo y sometiendo a los seres a un sufrimiento cíclico.
Fragmento extraído del libro “Introspección”
Marsias Yana