Sólo desde una motivación genuina, surgida de la responsabilidad con la propia existencia, germinará un verdadero entusiasmo. Este entusiasmo acompaña al emerger de aquello que yacía oculto.
Pero, para que este entusiasmo alcance su objetivo deberá ir dotado de una tenacidad suficiente.
Este entusiasmo debe convertirse en actos, antes de que acabe en las olas de la fascinación. Ya que la fascinación empujaría el entusiasmo inicial hacia las arenas de la vanidad.
Si esto sucediese, se generaría un embelesamiento que enfriaría el calor interno, disolviendo aquel entusiasmo en un caldo de indolencia y desencanto.
Los actos nobles, cuando están dotados de perseverancia, son la prueba de nuestra seriedad con la propia existencia.
Cuando esta perseverancia fructifica, la conciencia se encuentra protegida frente a las inercias kármicas. Estas inercias (en el comportamiento interno y externo) se generan en las actitudes y actos egoístas que acompañan nuestra existencia en este mundo.
Únicamente desde la protección que provee un marco adecuado, comienza a despertar el apetito indagador.
Sólo cuando surge este apetito la conciencia es capaz de encontrar las preguntas que antes permanecían cubiertas bajo los impulsos del deseo y el temor.
En esta fase se inician procesos que permanecían congelados. Tales como:
1-El rechazo (que subyace a nuestros deseos) comienza a ser cuestionado, permitiéndonos acceder a nuevos ángulos de observación. Esta observación irá abriendo un apetito indagativo cada vez mayor.
2-El asombro (que es el origen de todo conocimiento) comienza a emerger, favoreciendo ese tipo de interés que despertará la atención y que permitirá la concentración, y con ello la sabiduría.
3-El victimismo (que acompañaba a cada adversidad) comienza a ser contemplado e indagado, mostrándose a la conciencia la codicia que ocultaba.
4-La culpa (con la que nos azota nuestro orgullo) comienza a ser evidenciada. Permitiéndosenos un especial interés afectuoso por el dolor que nos han provocado nuestros errores (antes odiados o negados). Sólo cuando el dolor de nuestros errores es reconocido y atendido pueden estos errores ser conocidos, desentrañados y evitados.
Sin una adecuada diligencia, la conciencia es arrastrada por la pereza o la indolencia. Desde esta postración, se predispone el resurgir de la languidez, el victimismo, la complicidad…
Qué fácil es emular ese entusiasmo, llevados por la fascinación que nos provocan las imágenes conceptuales de los logros prometidos. Pero estas imágenes, si bien pudieran estar construidas con palabras sabias, no dejan de ser un producto de la imaginación.
Es la imaginación y su fascinación, lo que provoca el alejamiento del presente y de nuestro auténtico sentir. Un sentir que es despreciado al no coincidir con las expectativas que la fascinación nos provoca.
También es fácil confundir la perseverancia y la tenacidad, de quien acepta su existencia, con la obcecación testaruda, de quien persigue desesperadamente un deseo (mundano o santo).
Estas cuestiones sitúan sobre la mesa un viejo dilema, que ha confundido a muchos. Se confundieron cuando no supieron entender que la diligencia no es algo que se pueda elaborar ni construir. Ésta surge como consecuencia de un proceso natural y genuino.
El proceso natural (capaz de hacer fructificar un verdadero entusiasmo indagativo) sólo puede surgir cuando viene precedido de una posición valerosa y generosa frente al existir, y se realizan los actos que ratifican esa actitud.
La verdadera diligencia (la que nos trae un genuino entusiasmo indagativo) es un profundo secreto interno. Este secreto es susurrado únicamente a aquellos que gozan de las cualidades requeridas para que esto suceda.
Cuando (desde la sabiduría) se habla de cultivar la diligencia, se está señalando al despertar de una profunda sensibilidad intuitiva, entroncada con el sentir más hondo.
Pero no olvidemos que: nuestro sentir más hondo se encuentra velado por nuestra incapacidad para indagar y atender a nuestro dolor más profundo.
Este rechazo, a enfrentar el dolor más profundo, surge de la incapacidad para poder atenderlo y del temor al caos que la intromisión de la mente conceptual pudiese provocar.
Cuando las adecuadas condiciones se han cultivado, surge la humildad suficiente para permitir que los procesos internos recuperen su naturalidad. Aportándonos, con ello, una sensibilidad intuitiva imprescindible, para que el despertar espontáneo suceda.
Despertar esa sensibilidad es crucial, en aquellos que se encuentran situados frente a la encrucijada existencial del ser humano.
Una encrucijada, en donde se separan las rutas que derivarán hacia la necedad o hacia la sabiduría.
Raros son quienes pueden encontrar el coraje suficiente para reconocer esa profunda herida, que subyace a la existencia. Y aún más raros, son aquellos que reúnen las condiciones externas e internas, en donde puede germinar ese fervor indescriptible, que embriaga a los amantes del ser.
Ellos son la esperanza del mundo.