Desde sus inicios, la ciencia surgió como fruto de una conciencia indagativa y una vocación trascendente. Con sus planteamientos desafió al hechizo y la ignorancia que provoca la apariencia.
En esta dirección se descubrieron leyes, que permitían comprender lenguajes más hondos que aquellos que surgían de la simple apariencia. Estos lenguajes eran asequibles para quienes estaban dotados del apetito indagativo suficiente.
Dado que espíritu es sinónimo de esencia, la imbricación entre sabiduría y espíritu era inevitable. Esto supuso que grandes científicos fuesen habitualmente guías espirituales. Como sucedió con Pitágoras o Arquímedes.
Esta unión, entre la investigación científica y la espiritualidad, también se ha dado en China, India, Tíbet…, y en la mayoría de las nobles civilizaciones preindustriales.
En occidente, tras La Ilustración, surgió una euforia materialista, que necesitó alejarse de toda espiritualidad para poder alcanzar sus codiciados objetivos.
Una vez consumado el cisma entre ciencia y espíritu, se supo ver en esa ciencia un recurso muy valioso, para ser aplicado al ventajismo económico. Un ventajismo actualmente engrandecido bajo la hipertrofia codiciosa que nos envuelve.
Así la ciencia marcó otros objetivos que, solapadamente, se alejaban de aquellos que motivaron a sus progenitores. Estos nuevos objetivos fueron auspiciados por aquellos que priorizaban los beneficios sobre la ética.
De esta forma, se utilizó la ciencia para adquirir un mayor poder, mientras se eludían límites éticos.
La mentalidad depredativa mercantil, que había permanecido durante siglos obstaculizada por la ética, supo liberarse gradualmente de sus obstáculos. Dado que esto impedía el desarrollo de su patológica codicia.
En la confrontación entre ética y ciencia, ésta fue gradualmente ganando terreno, priorizándose el beneficio por encima de la decencia.
Hoy aquella ciencia, que nació de nuestros nobles antepasados, se zambulle, tras siglos de degeneración, en el pantano de la ceguera cientifista. Un cientifismo obsesionado por los beneficios de quienes lo financian.
Fraccionar, parcializar, diseccionar la globalidad, focalizando el estudio dentro del estrecho marco de su rentabilidad, pareciera ser el único acceso que se encuentra habilitado, en la nueva investigación comercial. Siendo esto algo inevitable, si se investiga únicamente motivado por la búsqueda de beneficios.
De esta forma se ha iniciado un frenético avance enceguecido que, tras cubrirse de un fariseísmo bienintencionado, ignora su objetivo final.
Desde entonces, la visión global del ser humano se ha ido degradando y difuminando.
El progreso baconiano[1], que la ciencia nos provee, permitió abrir nuevas rutas para la codicia y la depredación, cuya crueldad subliminal no conoce límites.
En esta depravación de sus bases iniciales, la ciencia y sus patrocinadores, han sabido vender y expandir una idea de progreso evasivo totalmente absurda.
Bajo esta precipitación depredativa, se ignora la completa interdependencia que une a los elementos que forma el universo. Esta interdependencia es especialmente sensible cuando nos referimos al cuerpo humano.
La naturaleza humana sólo puede ser observada y comprendida de una forma holística. Únicamente de esta forma podríamos integrar la complejidad de sus afecciones y temores, y sus interrelaciones orgánicas.
El ideal absurdo de progreso material infinito, se despliega ante la mirada cándida de una mayoría, que parpadea sometida mediáticamente.
Pocos son los que se alertan al ver cómo el planeta es depredado, mientras la precariedad de los valores humanos se incrementa.
Y así, de forma impúdica, esa ciencia, que fue desarrollada para liberar al ser humano del hechizo de las apariencias, ha invertido su proceso.
Ahora es utilizada como un recurso más para eludir la confrontación con el drama existencial que provoca la ignorancia. De esta forma, el conflicto esencial del ser humano se ha ido agravando.
Esta involución (maquillada con las purpurinas del progreso) hace cada vez más manipulable al individuo. Dejándolo indefenso frente a todo tipo de depredación mental y física.
El incremento de esta fijación a la materia se podría considerar, objetivamente hablando, como una degradación de lo humano en el individuo.
Cada vez más, se acepta la apariencia como realidad y se reacciona emocionalmente, ignorando cualidades como la ética, la intuición, la reflexión y el intelecto.
Este imparable frenesí se retroalimenta con la creciente ansiedad que provocan los resortes del deseo y el temor. Unos resortes hábilmente utilizados por la ingeniería social, la propaganda política y el marketing financiero.
Esta errónea relación con la apariencia empuja cada día más al ciudadano hacia los precipicios de la incongruencia.
Al haberse transformado en depredador de su propia especie, el individuo parece ignorar su verdadera posición dentro de esta pirámide depredativa.
Con ello acepta, implícitamente, esta nueva jerarquía, rubricando así un pacto difícil de romper.
Una vez aceptadas estas condiciones, el orgullo supremacista del progreso enceguecerá al ciudadano, haciéndole creer que vive en el mejor de todos los mundos posibles, mientras se olvida de aquello que quedó sin resolver cuando abandonó el presente.
[1] Referido a la argumentación de Francis Bacon (1561); quien, con su amañada interpretación de la filosofía clásica griega, justificó el pistoletazo de salida de este progreso codicioso.
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Marsias Yana