Debido a la falta de hondura en el posicionamiento existencial del ser humano, se han ido desdibujando las fronteras que separaban claramente a la inteligencia de la astucia.
El afán contemporáneo, que caracteriza esta cultura, nos ha hecho olvidar que la astucia acarrea un tipo de ceguera, que nos impide ver la estela de confusión y sufrimiento que deja tras de sí.
Con el paso del tiempo el término intelecto ha ido modificando su contenido, adaptándose a la actual perspectiva arribista. Algo inevitable, cuando el auto encumbramiento se ha convertido en el principal objetivo de la mente.
Hoy observamos cómo el intelecto es emulado fácilmente, en el mundo de las apariencias. Bastaría con decir, de una forma creativa, aquello que se desea oír, para que ese seudo intelecto se luzca.
La Esencia del Ser es ninguneada desde una presunción intelectual falaz. Lo Sagrado es cuestionando, acusándole de ser ineficaz para satisfacer las necesidades que generan los deseos. Difícil se nos hace el ver las enormes implicaciones y contradicciones que conlleva esta actitud.
Olvidamos que los deseos son proyectados imparablemente por una mente humana, que ha elegido la infantilización caprichosa y el apocamiento.
En esta inconsciencia, nos hemos lanzado en la desaforada persecución de un imposible paraíso material.
Apenas podemos percibir lo absurdo que es pretender existir al margen de la propia naturaleza. Una naturaleza a la que el ciudadano ha dado la espalda y ahora teme.
El intelecto genuino, despierto e intuitivo, ha ido tradicionalmente unido a la humildad. Por esta razón, ha pasado desapercibido en la mayoría de las ocasiones. Este intelecto, al no perseguir metas codiciadas, no sobresale frente a los demás, aunque resplandezca en la intimidad.
Una persona sabia sabe de sus limitaciones, y esto es básicamente lo que la diferencia del necio. Conociendo esas limitaciones, evita que éstas entorpezcan el fluido natural de la conciencia.
El sabio sabe bien que es desde esa naturalidad de donde emana la sabiduría.
Quienes ven el mundo aceptando como realidad únicamente las apariencias, son fácilmente depredados por embaucadores y tramposos. Éstos saben muy bien cómo elaborar sus trampas.
Al igual que sucede con los animales y los tramperos y cazadores, el ignorante cae en las redes del engaño.
Quienes viven en el mundo ilusorio de las apariencias, suelen estar continuamente sometidos. Pasan su tiempo persiguiendo deseos y huyendo de temores. No perciben los señuelos, que la mente elabora a partir de las apariencias, mientras sueñan con continuas expectativas que ocultan la realidad.
Quienes viven persiguiendo sus deseos y huyendo de sus temores, desarrollan un orgullo que les impide modificar sus actitudes. Desde ese orgullo se incuba el enfado con el que defender su ignorancia.
La codicia se oculta debajo de sus actos bienintencionados, mientras la envidia languidece y amarga sus logros.
Quienes disponen de la suficiente nobleza, saben que la ignorancia es la estrategia de la cobardía, y renuncian a ella.
Por eso, a éstos, se les ofrece el mayor de los desafíos: la oportunidad de liberarse del sufrimiento. Al librarse del engaño de las apariencias, recuperan su verdadera naturaleza y forman parte de la eternidad.
Algo que sólo se puede alcanzar con un valioso cuerpo humano, según dijeron los Despiertos.
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Marsias Yana