Irreconciliables
La posición de la dualidad cristiana originaria (Mateo 6:24), únicamente podría ser digerida fácilmente por aquellos que, previamente, hayan sido capaces de percibir la existencia de dos mundos irreconciliables. Tan irreconciliables como la materia y la antimateria.
Desde esa posición es observable que ambos mundos llevan a direcciones opuestas. Percibido esto, se comprende por qué es imposible acceder a un mundo sin haber renunciado al otro.
Semejante al hecho de que, si pongo cada uno de mis pies en barcas diferentes, sabiendo que navegan en direcciones opuestas, pronto me veré perdido entre las olas del océano, así sucede cuando queremos servir a dos mundos antagónicos.
La singularidad de estos dos mundos debe ser percibida de una forma vivencial, no conceptual, para evitar caer en una ideologización de la visión.
Para muchos, comienza a mostrarse (con una cierta obviedad) que el rumbo trazado, desde hace siglos, por el mundo de la apariencia, apunta inevitablemente hacia la destrucción de la humanidad, en el corazón del ser humano.
Difícil se muestra el trecho que se requiere para desandar un camino que ha sido erróneamente elegido. Y difícil es tambien encontrar la motivación para un gesto tan audaz.
Un gesto que, aun siendo lejano en estos tiempos de desencanto y desaliento, nos permitiría recuperar lo que nos es propio y volver a nuestro origen, en lugar de temerlo.
Al observar el deterioro de la situación presente, muchos observan un ciclo que está acabando. Desde esta posición, algunos podrán descubrir la bifurcación que determinará su futuro, como individuos y como sociedad.
Hay quienes, desde una privilegiada atalaya, dicen que la actual situación de alejamiento del propio origen es tan extrema, que se requeriría de algún tipo de milagro para provocar un verdadero avance. Pero este milagro solo podrá ser encontrado al recuperar, individualmente, el contacto con la esencia y con lo genuino. Algo que, inevitablemente, requerirá de un gran coraje. Coraje para poder abrir los ojos y contemplar, sin caer en el lamento victimista ni la exculpación, el enorme precipicio existencial y el gran sufrimiento sobre el que camina la conciencia, tras haberse prostituido con el engaño.
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Pocos son los que, habiendo llegado hasta aquí, deciden enfrentar su desarraigo (aunque esta singularidad haya sido siempre así).
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Pocos son aquellos que renuncian al orgullo, para ocuparse de las heridas provocadas por su propia falsedad. La mayoría se enaltece ante el primer logro interno y se olvida de atender el dolor subyacente, eligiendo mirar hacia lo inferior para poder verse superior.
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Pocos son los que, deteniéndose, saben atender cuidadosamente estas heridas, hasta conseguir que revelen sus delicados secretos. La mayoría quedan sepultados, victimizadamente, bajo los rechazados reclamos de su dolor.
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Pocos son los que renuncian a los beneficios de este mundo, para poder mantenerse fieles con su interior. La mayoría de los que emprenden esta ruta, son atrapados por santificadas codicias.
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Pocos son los que eligen limpiar sus propios engaños, con determinación, valentía y sinceridad. La mayoría busca culpables externos, convirtiéndose a si mismos en víctimas, con la pretensión de encontrar ahí su inocencia.
-Pero hay tormentas que comienzan con una llovizna.
-Las pequeñas grietas anteceden al derrumbe de los grandes muros.
-Los pequeños actos de nobleza, abren las puertas a las acciones más heroicas.
-Una sola cerilla puede provocar el mayor de los incendios.
-El sonido de una campana puede ser el inicio del despertar.
Roger E.